Por Camilo Morón
Me hago cargo del hecho inapelable de que tu vida se ha terminado (sin que sea para nadie una sorpresa) y el hecho incontestable de que viviste la vida de acuerdo a tu Credo sencillo y exigente: el Arte. Apenas he macerado un poco las palabras en el cuenco del corazón, triturado en el cerebro las emociones en esta hora que anuncia la noche, pues mueres con el día. Ante la hoja donde lentamente se desangra la idea, dibujo un boceto: humildad infinita unida a una dulzura también infinita en tus últimos días llevados modesta, calladamente en la Casa del Artesano, entre algunos amigos y la pobreza. Y este último asilo aún debe ser agradecido a unos pocos.

En esta hora la idea de la Seguridad Social de los artistas se discute en los escenarios de la política nacional, esta discusión, esta pirotecnia escandalosa, ni ninguna otra, puede ya interesarte, ni conmoverte, ni molestarte, ni cambiar un gramo de polvo en la escena de tu adiós pobrísimo. Recuerdo nuestra postrera conversación con un dejo de irrealidad, como una clase dada en un sueño. Las muchachas te saludaron, se tomaron fotografías contigo, pues te presenté como lo que eras: una gloria de las artes plásticas (algo así como el abuelo venerable de todos los pintores falconianos). Entrambos cambiamos signos cómplices al verte rodeado de aquellas bellezas tropicales, iluminadas con la luz de tus pinturas, dibujadas con tus pinceladas codiciosas, ligeras y amables.

Llamaste mi atención sobre un dibujo donde se veía un mozo desgarbado que apoyaba indolente el pie en una pared, una postura de garabato que tenía tanto de desidia como de irreverencia. Me dijiste que era una estampa típica de la ciudad que calladamente ibas dejando, de aquella Coro más humilde, campesina, con una pata en el conuco y otra en el barrio, aquella Coro de seretones y policías sudados, de venderos de agua y urupagua, de aquella Coro menos pretenciosa pero igual de hipócrita que la ciudad presente.

Una de las verdades fundamentales del Universo es que la energía no se crea ni se destruye. Cuando el artista moldea el barro con sus manos, talla con cuchillo y buril la madera, acecha los sonidos para darles proporción de melodía; cuando el artista, como lo hiciste tú, maestro Peniche, cabalga las líneas y doma como si fuesen caballos salvajes los colores, laza al paso de la imaginación las siluetas de tiempos idos, trasmuta la energía en un testimonio que sobrevive al tiempo tanto como es contemplada la obra e inspira en otros un eco, el rescoldo del acto creador que acerca al artista a Dios, pues el Arte es una manera de oración.

En esta hora, cuando mueres pobre, me acompaña un consuelo: el afecto de los mejores fue tu homenaje y tu riqueza. Los pintores, sobretodo los pintores, siempre te trataron con la deferencia que merece un caballero, un hombre amante y amado de las Musas. Ese respeto, ese afecto se queman como una vela, despiden su aroma como un incienso, esos tributos ofrendados en vida me asegura que la siembra de tu arte germina, venciendo con un trazo y para siempre a la muerte.