Siempre encontramos textos que nos inspiran, tal vez porque nunca como ahora se ha hecho tan necesario para nosotros mantener en alto nuestra motivación, lo que representa un ejercicio constante.
Releyendo "Oficio editor" de Mario Muchnik, mientras preparamos nuestro primer taller editorial, nos reencontramos con las anécdotas de un maestro de la edición en habla hispana.
La historia que compartimos a continuación se titula "Interludio", y está inserta en la sección donde aborda cómo se publica un libro.
En ella nos narra la historia de un librero que comienza a hacer labor editorial en la trastienda de su librería y distribuye los libros con sus amigos libreros montado una bicicleta, y sí, la historia también nos gusta porque tiene una bicicleta.
Que lo disfruten:


Hubo una época, no muy lejana, en que un buen librero, por lo general hombre de pocos medios habituado a vivir más o menos a salto de mata, ponía en su punto de mira a algún amigo con ínfulas de autor, le pedía un manuscrito, si lo conseguía —a cambio de nada o poco, a monto alzado—, lo componía, lo imprimía (sí, sí, el propio librero, unos pocos cientos de ejemplares en alguna ínfima Minerva que guardaba en la trastienda), lo encuadernaba a mano y, al día siguiente, salía en bicicleta a «distribuirlo» entre sus colegas y compinches. A veces tenía suerte y el libro «funcionaba», cada mes algunos de sus libreros amiguetes lo llamaban para pedirle otro ejemplar y, poquito a poco, la edición iba «saliendo». Con mucha más suerte, se veía obligado a reimprimirlo y, si era honesto, abonaba algún dinero más al autor. Si no, no. Y si no tenía suerte, al cabo de unos meses tenía la edición completa en el sótano de su librería, lista para ser saldada, regalada o vendida a peso. A esa pequeña montaña de libros invendibles se la llamaba «clavo».
Con el tiempo y la división del trabajo, el editor-librero (y ciclista) dejó de imprimir en su trastienda. Aparecieron los impresores puros, mucho más caros pero más modernos y rápidos. Las ediciones ya no podían ser de pocos cientos de ejemplares porque los costos fijos lo hacían prohibitivo. Para mayor desgracia, eso de distribuir en bicicleta cayó en lógico desuso. Y apareció la figura del distribuidor, cuyos recorridos se hacían en camioneta.
¿Y el editor-librero ciclista? Se resignó a convertirse en empresario y cobrar de su distribuidor parte de lo que la capacidad comercial de ambos les permitiera vender, para así poder pagar a la imprenta. Su trabajo ya no era tan divertido (ah, los tiempos de los compinches y la bici…). Quizás para compensar el tedio de la contabilidad a doble entrada, tal vez para reafirmar su importancia en el mundo de los libros, el editor-librero fue convirtiéndose en editor puro y descubrió que él también tenía una fisonomía. A veces era una fisonomía de ser astuto, otras la de persona con muchas conexiones, y a menudo la de un hombre con gusto estético o, motivo de orgullo, con buen conocimiento de la gramática —algo que lejos estuvo siempre de caracterizar a los autores—.
El gusto estético llevó a algunos editores a trabajar a la manera de modistas. Y, como modistas, no siempre supieron vestir adecuadamente lo que había debajo: libros de rebosante presentación brindaban un contenido anoréxico; las novelas salían con cubiertas de libros de texto; los ensayos políticos lucían eróticos atuendos de libros de aventuras. El público nunca fue tonto, no…
En cuanto a la gramática, el problema estaba en que era imposible juzgar su calidad sin leer el libro. A los editores vivillos siempre les fue mejor que a los editores honestos. Y hasta hoy.
Las cifras de negocios, cuando los negocios daban cifras, fueron a su vez imponiendo el crecimiento de los gastos de estructura: más personal, más espacio, más servicios, y el editor empresario pasó en pocos años a ser capitán de industria. Una editorial ya no era un libro fabricado en una trastienda, sino una constelación de subeditoriales, cada una a cargo de un editor, cada una con un plantel de varias personas —el corrector de pruebas, el diseñador, el contable, la eficacísima secretaria (hada madrina del sello editorial, única conocedora de los arcanos del archivo de correspondencia, privilegiada en su libre acceso al subjefe)—, y, todas estas subeditoriales, coordinadas por algún director general cuyo tiempo activo en el mundo transcurría entre planillas, cuentas de explotación, cálculos de dividendos y otras ocupaciones demasiado aburridas para nuestro buen editor otrora ciclista, promovido ahora a presidente.
¡Ah, si hasta ahí hubiéramos llegado! ¡Qué va! ¡Llegamos mucho más lejos! ¿Qué es un editor?, se preguntó alguien un día, y fue el tsunami. Se constató que un editor era caro, que buena parte de su tiempo lo pasaba agradablemente arrellanado y sumido en la lectura, que tenía ocurrencias muy poco lucrativas (en todo caso a corto plazo), que sus ideas no solo eran a menudo descabelladas sino molestas, que sus horarios eran caprichosos, que establecía relaciones peligrosas con los autores (más que a relaciones olían a alianzas, si no a conjuras), que, a fin de cuentas, no era verdaderamente rentable. Porque los números cantan —no conozco el timbre de la voz de los números, si de soprano o de contratenor, pero reconozco la melodía: para pasar horas leyendo, un buen contable sale mucho más barato que un editor—.
Nunca nadie ha sido capaz de predecir el futuro. Ni siquiera Nostradamus. Pero me atrevo a predecir el presente: los editores ciclistas, mayormente, han sido radiados de la profesión. Muchos, muchísimos practican el ciclismo —los domingos, en el parque—. En su mayor parte, la edición está en manos ya sea de quienes saben pero se encogen de hombros y a su manera pedalean, o de quienes no saben y, sin encogerse de hombros, también a su manera pedalean.
¿Pruebas? Están todas en las librerías.