La avispa aquel día
desde la mañana,
como de costumbre
bravísima andaba.
El día era hermoso
la brisa liviana;
cubierta la tierra
de flores estaba
y mil pajaritos
los aires cruzaban.

Pero a nuestra avispa
—nuestra avispa brava—
nada le atraía,
no veía nada
por ir como iba
comida de rabia.
“Adiós”, le dijeron
unas rosas blancas,
y ella ni siquiera
se volvió a mirarlas
por ir abstraída,
torva, ensimismada,
con la furia sorda
que la devoraba.

“Buen día”, le dijo
la abeja, su hermana,
y ella que de furia
casi reventaba,
por toda respuesta
le echó una roncada
que a la pobre abeja
dejó anonadada.

Ciega como iba
la avispa de rabia,
repentinamente
como en una trampa
se encontró metida
dentro de una casa.
Echando mil pestes
al verse encerrada,
en vez de ponerse
serena y con calma
a buscar por donde
salir de la estancia,
¿sabéis lo que hizo?
¡Se puso más brava!
Se puso en los vidrios
a dar cabezadas,
sin ver en su furia
que a corta distancia
ventanas y puertas
abiertas estaban;
y como en la ira
que la dominaba
casi no veía
por donde volaba,
en una embestida
que dio de la rabia,
cayó nuestra avispa
en un vaso de agua.

¡Un vaso pequeño
menor que una cuarta
donde hasta un mosquito
nadando se salva!…

Pero nuestra avispa,
nuestra avispa brava,
más brava se puso
al verse mojada,
en vez de ocuparse
la muy insensata
de ganar la orilla
batiendo las alas
se puso a echar pestes
y a tirar picadas
y a lanzar conjuros
y a emitir mentadas,
y así poco a poco
fue quedando exhausta
hasta que furiosa,
pero emparamada,
terminó la avispa
por morir ahogada.

Tal como la avispa
que cuenta esta fábula,
el mundo está lleno
de personas bravas,
que infunden respeto
por su mala cara,
que se hacen famosas
debido a sus rabias
y al final se ahogan
en un vaso de agua.

Aquiles Nazoa.